Hay un gran poder en las palabras “Padre, perdónalos”. Es precisamente por esta razón que a menudo son tan difíciles de decir. Aunque “ellos no saben lo que hacen”, Jesús sí lo sabe. Y quiere perdonarlos de todos modos. Sabemos que su salvación depende en última instancia de su arrepentimiento, de que acepten ese perdón. Sin embargo, Jesús pide perdón por ellos, incluso antes de que se den cuenta de lo que han hecho y de cuanto le costó a Él ofrecer esta oración.
Es este peso, este costo del perdón que, a veces pasamos por alto en nuestro proceso personal de perdonar y ser perdonados. “Perdona a tus enemigos” puede ser fácil para nosotros decírselo a alguien que ha sido lastimado, pero precisamente porque es tan fácil decir estas palabras, podemos olvidar lo difícil que es hacerlo. Cuando se dicen muy apresuradamente y sin una apreciación adecuada de lo que cuesta dar este paso, estas palabras pueden parecer que desestiman el peso de alguien que lo está sufriendo. “Tienes que perdonarlos”, cuando se le dice esto a una víctima, puede sonar como a: “lo que te pasó no es gran cosa”.
Es triste que sea necesario decir esto, pero la Iglesia nunca tiene la intención de ignorar el sufrimiento de las víctimas. Ella está y debe estar del lado de las víctimas de injusticia. Está destinada a ofrecer sanación a aquellos que han sido lastimados y defender la dignidad de las víctimas. Todo esto al mismo tiempo que les enseña la necesidad de perdonar a quienes les hicieron daño.
Tradicionalmente, en el mes de noviembre oramos por las almas de los fieles difuntos. Esta práctica se basa en la enseñanza de la Iglesia sobre el purgatorio. El purgatorio es una idea confusa para muchas personas, especialmente cuando se compara con el perdón que ofrece Jesús. Después de todo, Jesús murió por nuestros pecados. Él oró por nuestro perdón. ¿Por qué Dios necesita que las personas que ya han sido perdonadas pasen por un sufrimiento adicional para ir al cielo? ¿Acaso esto no disminuye el valor del sacrificio de Cristo? Este tipo de preguntas revelan el concepto erróneo que hace que las personas usen nuestra enseñanza sobre el perdón para desestimar la gravedad del sufrimiento de una víctima: el concepto erróneo de que el perdón es lo mismo que la reconciliación; o que el perdón es lo mismo que la justificación; o que el perdón es lo mismo que la santificación. Todos estos conceptos están estrechamente relacionados, pero no son lo mismo. Y reducirlos a un solo concepto puede causar un daño grave.
La clásica analogía es la de una ventana rota. Un niño que juega con una pelota rompe la ventana del vecino después de que le han dicho que no juegue cerca de ella. Arrepentido, el niño se lo dice a su padre y ambos van a pedirle perdón al vecino. El vecino perdona al niño porque ve su sinceridad. Sin embargo, la ventana sigue rota. Por lo tanto, una reconciliación completa implica repararla. Así, el niño acepta cortar el césped hasta que se pague la ventana. Si morimos arrepentidos de nuestros pecados, somos perdonados. Sin embargo, cada pecado que hemos cometido ha causado daño y ha generado una especie de deuda espiritual con Dios y al prójimo. Esto es cierto incluso si nunca vemos la deuda como lo que es. Si aún no hemos buscado el pago de nuestra deuda mediante la penitencia, las obras de misericordia, las indulgencias y el uso piadoso de los sacramentos, entonces todavía es necesario pagarla porque Dios también es justo. No se contenta con pretender que el daño nunca ocurrió. Quiere repararlo. Muchas almas se encuentran ante Dios en el juicio y por primera vez ven las deudas que no han pagado. Mientras seamos lo suficientemente humildes y con suficiente arrepentimiento para aceptar la justicia de Dios, el purgatorio nos permite pagar nuestra deuda después de la muerte. Dios, misericordiosamente, nos permite pagar la deuda a su justicia. Todo es un regalo y todo es posible solo por el sacrificio de Cristo en la cruz. En realidad, no pagamos la deuda, sino que nos permitimos ser conformados a Cristo, quien la pagó por nosotros.
Vemos esta idea de conformarnos a Cristo en Romanos 8,29-30, donde San Pablo nos dice: “A los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó, a éstos también llamó; a los que llamó, a éstos también justificó; a los que justificó, a éstos también glorificó”. Existe el llamado, la justificación y la glorificación. Pero estos no son simples pasos individuales. Están interrelacionados y la larga reflexión de la Iglesia sobre este proceso nos ha llevado a hablar de lo que ocurre durante y entre estos pasos. El llamado es el ofrecimiento del perdón que puede ser respondido con aceptación y arrepentimiento, lo que a su vez permite que comience la justificación, lo que a su vez les permite comenzar a crecer en santidad (santificación), y lo que a su vez conduce a ser glorificados con Dios en el cielo.
El propósito de esta reflexión es que podamos simplemente señalar que el perdón está al principio de ese proceso y la glorificación al final. Cuando Jesús perdona a sus atacantes desde la cruz, no salta mágicamente e instantáneamente de su sufrimiento para compartir alegremente la compañía de sus atacantes en el cielo. Sin embargo, sí comienza el proceso que, con suerte, conducirá a esa gloria final. Mientras tanto y en el proceso hay un camino de mucha justificación, pago de deudas y santificación. Todos esos pasos requerirán la cooperación del pecador.
Regresando a la víctima que necesita perdonar a un perpetrador, podemos usar esta comprensión para abordar el asunto con mayor sensibilidad. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Así como la mayoría de nosotros hemos incurrido en deudas espirituales que aún no vemos, el perpetrador de cualquier crimen probablemente no vea el costo de lo que ha infligido a otra persona. También significa que las personas que no están involucradas en el crimen pueden no reconocer el daño sufrido por las víctimas. ¿Cuántas personas directamente involucradas en la crucifixión de Cristo terminaron en el purgatorio en determinado momento? Aun así, Jesús les ofreció primero el perdón. Él extendió, allí mismo, la posibilidad de recurrir a su infinito sacrificio de amor como pago de una deuda que ellos nunca podrían pagar por sí mismos.
Desde la perspectiva de una víctima, es útil saber que perdonar a su atacante no desestima el costo de su crimen. No invalida su sufrimiento. Cuando somos víctimas, cuando hablamos con las víctimas, debemos ser claros a quién pedimos el mandato del perdón. Reconocer honestamente el costo espiritual, emocional, psicológico o físico del crimen forma parte de lo que hace que el perdón sea tan poderoso. Cuanto mayor sea el costo del pecado, hay mayor valor para perdonarlo. Al concluir esta reflexión, ayuda decir lo que no es el perdón, antes de resumir lo que es:
Perdonar no requiere que pretendamos que nunca sucedió el daño. Perdonar no requiere que pretendamos que no dolió. Perdonar no requiere que olvidemos. Perdonar no requiere que confiemos nuevamente en la otra persona. Perdonar no requiere que reanudemos una relación con la otra persona. Perdonar no requiere que impidamos que quienes tienen autoridad le castiguen con justicia.
En definitiva, perdonar a nuestros enemigos significa que, aunque ellos no sepan cuánto nos ha costado, nosotros elegimos poner ese costo en manos de Dios. Lo hacemos sabiendo que, de una manera u otra, Jesucristo pagará ese costo; de hecho, ya lo ha hecho. Perdonar es renunciar a cualquier derecho de venganza. Es renunciar a la opción de tomar sobre mí la responsabilidad de extraerles lo que me ha costado. Perdonar es entregar esa deuda a Dios con la esperanza de que Él no solo pague la deuda de justicia, sino que también provoque la conversión del pecador y la cooperación en el pago de esa deuda. Perdonar es dar ese primer paso que esperamos conduzca a su conversión.
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Pero tú sí lo sabes, y los perdonaste de todos modos. Ayúdanos a hacer lo mismo.