“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.”
Un nuevo año, otro paso hacia la salvación. Así es como debemos afrontar el paso del tiempo. El mes de enero suele estar lleno de reflexiones sobre el tiempo y sobre lo que esperamos hacer con el. En nuestra continua expectativa por el bimilenario de la salvación, esta actitud puede ciertamente incorporarse también a nuestra vida de oración. El tiempo en sí es un don de Dios, algo precioso que se nos ha confiado, y lo que hacemos con el tiempo que se nos ha dado tiene consecuencias que se extienden mucho más allá del tiempo. Si tan solo supiéramos, si tan solo comprendiéramos cuán precioso es el tiempo y cuán profundamente puede afectar la eternidad. Por otra parte, al comprender el valor de la eternidad es cuando aprendemos la importancia de usar bien el tiempo. Esto sucede como con tantas otras áreas de nuestra vida, que a menudo “desconocemos” el valor del tiempo y de cómo lo empleamos.
Como todas las cuestiones de valor, es el ver a Jesucristo nuestro Señor que aprendemos mejor. Estamos acercándonos rápidamente a la Fiesta de la Presentación del Señor, el 2 de febrero, en el que celebramos el momento en que la Virgen María y San José llevaron al niño Jesús al templo después de su nacimiento. Esta es una de las cuatro fiestas que hemos decidido darle una particular atención en nuestra Gran Novena, preparándonos con un ayuno previo y celebrando, de alguna forma, con una fiesta comunitaria. Afortunadamente, este año, la fiesta cae en domingo, lo que nos hace más fácil para vivirla litúrgicamente.
La razón por la que elegimos esta fiesta es que nos enseña sobre lo que ofrecemos a Dios. Por supuesto, es en cumplir con la Ley judía que José y María llevan al niño al templo y ofrecen el sacrificio, pero también es parte de la Providencia de Dios. Dios quiso que, incluso como un niño recién nacido, una de las primeras cosas que el Hijo debería hacer es ofrecerse al Padre. No sólo eso, sino que esto ocurre muy seguidamente después de la circuncisión, cuando Él derrama su sangre por primera vez. A los 40 días de nacido, entra en el templo y es ofrecido al Padre. Es por eso que la fiesta cae 40 días después del 25 de diciembre. Esto anticipa que, 40 días después de su muerte y resurrección—cuando derramó su sangre—Jesús ascendería al cielo, al templo verdadero para presentarse al Padre en nuestro nombre.
Este modelo de aparecer al mundo, derramar su sangre y ser ofrecido al Padre “enmarca” toda la vida de Jesús. Esto debería decirnos algo sobre cómo vemos nuestro tiempo, nuestra vida en la tierra. Toda la vida de Jesús, todo su tiempo en este mundo está ordenado hacia esta ofrenda sacrificial al Padre. Aunque los primeros años de la vida de Jesús son antes de que su naturaleza humana sea lo suficientemente consciente como para hacer algo, Él ya se está ofreciendo y siendo ofrecido. Aunque la gran mayoría de la vida terrenal de Jesús es desconocida por nosotros (30 años en Nazaret), todo eso, forma parte de esta ofrenda. ¿Por qué?
Por nuestra salvación. La vida entera de Jesús se caracteriza por su ofrenda sacrificial al Padre, no sólo por el sacrificio mismo, sino para nuestro perdón. Cuando Jesús pronuncia las palabras “Padre, perdónalos”, desde la cruz, aún no había entrado en el cielo para presentarse ante el Padre a nuestro nombre. Sin embargo, y en cierto sentido, ya se había presentado ante el Padre cuando, siendo un bebé recién nacido, fue presentado en el templo, el cual es una señal y copia del santuario celestial. Él pudo realizar esta oración con confianza porque Él ya había conectado su tiempo en la tierra con su misión eterna en el cielo. Así como Jesús, antes de que su sacrificio se consume, puede pedir perdón por los pecados que aún no hemos cometido, pecados que aún no sabemos que hemos cometido.
El “tiempo” es uno de esos conceptos que, hasta que piensas en ello, te parece obvio. Pero momentos como la Presentación del Señor en el Templo y su oración desde la Cruz destellan una luz de que este hecho es mucho más misterioso de lo que pensamos en un principio. Estos momentos y otros de la historia de la salvación son indicadores para nosotros de que el tiempo está conectado con la eternidad. Es por eso que los filósofos y los sabios siempre se han preguntado sobre la naturaleza exacta del tiempo. No podemos comprenderlo por completo porque está conectado con algo que está más allá de la comprensión.
Este tipo de reflexión debería inspirar dos respuestas. En primer lugar, debería inspirar admiración y asombro ante la creación de Dios. Permitirnos reflexionar sobre el misterio del tiempo y la eternidad, y el plan de Dios debería hacernos humildes y hacer que nos maravillemos de Dios y lo alabemos por las formas en que nos trasciende. En segundo lugar, debería impulsarnos a tomar en serio el don del tiempo y a tratar de usarlo bien. Aunque “no sabemos” qué es el tiempo, sí sabemos que nos lo ha dado un Dios amoroso. Aunque “no sabemos” todas las formas en que los segundos, minutos y horas de toda nuestra vida encajarán en el plan de Dios, sí sabemos que podemos ofrecerlos, todos ellos al Padre, tal como Jesús ofreció su vida entera de principio a fin.
Así pues, al acercarnos a la Fiesta de la Presentación del Señor el 2 de febrero, tómate un tiempo para simplemente maravillarte ante el plan de Dios. Cada vez que vamos a Misa o participamos en cualquier liturgia de la Iglesia, entramos en un acto sagrado admirable. Muchas personas dicen que “no obtiene nada” de la Misa o de otros sacramentos. Bueno, eso se debe en parte a que tienen expectativas equivocadas. Una parte fundamental de cualquier liturgia es la alabanza a Dios. No se espera que haga algo o te dé algo. El punto es simplemente alabar, maravillarse, absorber el asombro y expresarlo, ya sea que eso nos brinde o no una experiencia tangible de algo agradable. Sí, por supuesto que hay aspectos de la liturgia que pueden enseñarnos, alentarnos o alimentarnos, pero nos perderemos algo esencial si nos quedamos solo con lo puramente externo, el aspecto de ofrenda intencional de alabanza, admiración y asombro.
Una forma práctica que podemos realizar para comprometernos con esta mentalidad es ver cada día como parte de lo que ofrecemos a Dios. Cada vez que vayas a Misa, piensa en ti mismo como si estuvieras recogiendo cada uno de los minutos, horas y días que han pasado entre esta Misa y la última. Imagina cada día/hora como una tórtola o una paloma, como una moneda o como algo tangible y valioso para ti. Luego ofrécelos como José y María ofreciendo a Jesús. Coloca sobre el altar cualquier imagen en tu mente que hayas imaginado mientras el sacerdote prepara el pan y el vino. Une tu tiempo al de Él para que puedas unirte a su amor eterno, su misericordia inmerecida. Incluso si “no sabes” el valor de tus días, dales vida. Si José y María pueden presentar un bebé, que no sabe lo que está pasando, tú también puedes elevar tu propia y confusa vida.
Así cuando llegue el 2 de febrero, ve y marca tus calendarios. Comienza a reflexionar desde ahora sobre qué tipo de ayuno puedes ofrecer en los 3 días previos a esta fiesta. ¿A qué puedes renunciar en tu vida durante ese breve tiempo para darle significado a tu disposición de entregarle toda tu vida a Dios? Después, ¡planea festejar! Simeón y Ana pasaron toda su vida en el templo, ofreciéndose a Dios. Ellos se regocijaron al ver que su ofrenda de toda la vida fue unida a este pequeño niño traído por José y María. ¡Tú y yo también deberíamos celebrar! Reúne amigos o familiares o queridos feligreses o incluso vecinos al azar en necesidad. Sirvan comida y refrescos, cuenten historias sobre sus vidas y la obra de Dios en ellas, discutan pensamientos interesantes sobre el tiempo y la eternidad, el pecado y la salvación, el amor y la misericordia. Y sabe que Jesucristo te mira con amor, regocijándose por el tiempo que has usado bien, ora para pedir perdón por el tiempo que has desperdiciado incluso antes de darte cuenta que se ha ido. Todo el tiempo es de Dios y a pesar de que no sabemos lo que esto significa, si se lo devolvemos a Dios, no tendremos nada que temer.